Hablar de fusión es hablar de SENTIR, de VIBRAR.
¿Cuántas de nosotras estamos tan enmascaradas que es imposible desde el lugar menos racional entregarnos al niño?
Por que entregarnos al niño significa sobre todas las cosas acercarnos a ese lugar bien oscuro que todas tenemos guardado y que está ahí en centro mismo bien tapado por la máscara que nos hemos puesto para poder sobrevivir a la falta de amor materno.
Sentir, como ese día de verano en el que la brisa de la playa nos despierta. O como el único día en que pudimos vibrar con este hombre que amamos pero con el que tanto nos peleamos, o como las cosquillas en el estómago al sentir una caricia.
Ese sentir, ese sentir que muestra la luz interior, el camino hacia el encuentro con lo que uno realmente es. Ese camino que además está enredado por todas las vivencias de nuestro yo-bebé y nuestro yo-niño.
Mamá con ese bebé en brazos, con ese niño de la mano reclamando y pidiendo algo, experimenta todas sus propias vivencias. Es de nuevo bebé, es de nuevo niña sintiendo todo lo que ha intentado ocultar durante toda su vida. Es un lugar que arde, que quema.
Y nace el bebé y ese bebé ansioso de cuerpo y de leche tibia le pide a mamá que SE QUEDE; QUE PERMANEZCA. Es un lugar incomodísimo para estas mujeres que somos, que ya hemos construido una identidad afuera, en el yang.
Muchas de nosotras hemos hecho vida en masculino, nos hemos desconectado de nuestros ciclos, nos hemos vuelto competitivas, violentas. Parar y sostener es INSOPORTABLE. Y empezamos a desear salir. Nos vamos, por un rato, por unas horas, por días enteros a veces. Y el bebé se queda ahí, no hay nadie que le cuente lo que le sucede, no entiende, porque solo SIENTE.
Mamá se desconecta de lo que ella siente, y con ese camino, se desconecta de su hijo.
DESCONECTAR ES DEJAR DE SENTIR LO QUE EL NIÑO SIENTE.
Desconectar es interpretar el mundo del niño desde nuestra visión adulta e infantil, acomodada a toda una vida de crueldad y sufrimiento, de adaptación al plano físico en el que ahora vivimos.
Y para colmo nos rodeamos de personas que nos dicen que está bien, que el bebé o el niño se tiene que adaptar, tal como nosotras lo hemos hecho.
Una mamá se desconecta cuando no siente como propio el llanto del niño, cuanto no siente que tiene hambre, cuando pregunta afuera lo que debería saber desde adentro: ¿qué le pasa?
Y es un territorio escabroso, no nos apetece entrar. Nos da miedo y siempre hemos encontrado razones para huir. Sin embargo ahí está nuestro pequeño sumergido y necesita que a veces podamos meternos, o bien nombrar lo que nos sucede. Preguntarnos ¿qué me pasa a mi?
Y a veces las máscaras son tan fuertes, tan duras que no sabemos, no entendemos lo que nos pasa. No hemos detectado la enorme demanda en la que estamos, no conocemos el mecanismo de violencia que ejercemos sobre nuestro/a compañero/a o nuestra madre o vecina. No vemos la ayuda, todo es insuficiente. No hemos generado red de apoyo, hemos llegado INFANTILIZADAS al momento crucial, a la crisis vital más importante de la vida de una mujer.
Pero hay salida. Una mano, una guía, una compañera. Un grupo de mamás dispuesta a abrazarnos. Un camino donde sostenernos. Alguien que nos diga que esa agua no quema, que solo es tibia ahora que somos adultas. Que podemos sumergirnos un ratito, que podemos acercarnos y mirar a los ojos del niño, que podemos amarle en su esplendor. Que no importa si éramos ejecutivas o espléndidas amas de casa, mujeres del mundo Yang, no hace falta competir con nadie, hace falta aflojar el cuerpo, sacar las tetas de paseo, sentir…
Y nuevamente aquí entra nuestra historia. ¿Qué niñas hemos sido? ¿qué vivencia infantil a la hora del nacimiento? ¿de nuestro propio puerperio?¿Cuánto contacto con nuestra madre en la primera infancia, cuánto amor, vacío portamos?
Conocer quienes somos y lo que no tenemos es VITAL, porque sacaremos la responsabilidad al niño y podremos hacernos cargo.
¿Qué pasa si nuestra máscara es como un soldadito obediente, y nos hemos identificado con la crianza respetuosa?
A dar la teta a demanda horas y horas atendiéndolo a voluntad. Somos la madre que nuestra madre quiso para nuestro hijo. Y ¿dónde está mi alma? ¿qué siento? Es un mandato.
Ahí no hay fusión, hay voluntad y entrega. Y eso cansa, eso enoja.
¿Y qué pasa si nuestra máscara es un torbellino que arrasa con todo en su camino y NO QUIERO ser como mi madre?
Entonces también doy la teta porque ese es mi lugar, para diferenciarme de ella, ese es mi nuevo lugar de lucha para sentir que YO SI PUEDO, que NO SOY COMO ELLA.
Y ahí tampoco permanezco, tampoco fusiono. Estoy en lucha.
¿Y qué pasa si estoy identificada con una escalera ascendente, que siempre ha subido y subido, congelada en cuerpo, no sintiendo, solo HACIENDO?
Probablemente saldré corriendo, escapando de este lugar, donde no hay nada que hacer, simplemente SENTIR. Aunque si he leído, me he preparado, y QUIERO QUEDARME, ese lugar será complicado, difícil, insostenible a veces.
Y así un ejemplo para cada máscara, para cada mujer que somos.
Todo se trata de la propia historia. No hay una única posibilidad, depende de cómo nos hemos forjado, qué calidad de amor hemos recibido. Y cuánto somos capaces hoy de amar.
PERO SE PUEDE. De a minutos, de a 5 minutos por vez, de a 10 minutos por vez. Ese poquito para el niño será un oasis. Como sacarlo de una piscina caliente y ponerlo en un lugar fresquito donde recibe la mirada de mamá.
Os invito a SENTIR, es el único lugar posible para CONECTAR.
CONECTAR, esa palabra que en muchos casos NO ESTÁ en nuestro diccionario interior, porque hemos estado siempre en otro formato, o haciendo, o luchando, o desconectando, o….
Os invito a entender por qué sentir es tan complicado y a romper con las viejas máscaras.
Hace falta una intención genuina de encontrarnos con nosotras mismas.
Porque allá en el fondo, justo en el centro, hay un niño ansioso de que tomemos su mano y le amemos.
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Andrea Díaz Alderete
Consciencia Madre